Todo comenzó en un rincón olvidado de la cocina, donde tres figuras se reunieron bajo la escasa luz de unas velas vacilantes. Entre platos sin recoger y migas de pan, la atención de todos recaía sobre una pequeña caja. Dentro, una joya. Un brazalete aparentemente hermoso, pero con un secreto tan oscuro como letal. El análisis de Curro fue contundente: lo que habían encontrado oculto en el doble fondo de una maleta era cianuro. Veneno puro. El suficiente para matar a un hombre sin dejar rastro.

La revelación cayó como una losa sobre los tres. Pía, normalmente firme e imperturbable, temblaba en silencio. Sus nudillos blancos delataban su miedo. “¿Por qué?”, murmuró, con la voz cargada de confusión. ¿Qué clase de monstruo envenenaría una joya? Aquello no era un robo común. No se trataba de codicia, sino de crueldad premeditada, una trampa diseñada para matar.

Lope, siempre alerta, empezó a atar cabos con una lógica aterradora. “¿Y si el robo fue solo una tapadera? ¿Y si el brazalete no era el objetivo, sino el medio?”. Esa idea cambió todo. Tal vez no querían robar… querían asesinar. Y peor aún: asesinar a alguien específico dentro de La Promesa.

La revelación sembró el terror. Si alguien dentro de la finca iba a recibir ese brazalete, entonces el asesino no era un extraño. Era uno de ellos. Alguien que compartía comidas, que saludaba por los pasillos, que fingía ser parte de la familia mientras planeaba matar. La confianza, ya frágil, se rompió por completo.

Curro fue el primero en romper el silencio: “Tenemos que volver. Mañana. No podemos esperar más”. Cada minuto que pasaba podía significar que las pruebas desaparecieran. La evidencia debía recuperarse. Y para eso, necesitaban un plan. Uno peligroso, pero necesario.

Lope sería la clave: debía sacar al joyero Julián de la Cerna de su tienda el mayor tiempo posible. Él, con su ingenio y su labia, sabía cómo tejer historias. Inventaría un inversor misterioso, un noble caprichoso que quería una joya única. Lo citaría en una taberna discreta, lejos de miradas curiosas. Lo mantendría ocupado, mientras Pía y Curro se infiltraban.

Pía, impecable como siempre, sabía qué hacer. Fingiría un desmayo o una crisis frente a los empleados para generar caos. Con todos distraídos, Curro tendría la oportunidad de registrar el taller del joyero. Solo unos minutos… pero podrían ser la diferencia entre descubrir al asesino o permitirle atacar de nuevo.

Curro intentó disuadirla: “Es peligroso, Pía”. Pero ella fue clara: “Es más peligroso vivir entre asesinos sin saber quiénes son. No podemos ignorarlo más”. Su determinación fue la chispa que encendió el motor del plan. Lo harían al día siguiente, al mediodía, con la tienda llena y la distracción en su punto máximo.

No hubo apretones de mano ni promesas en voz alta. Solo miradas. Tres almas unidas por un mismo propósito: encontrar la verdad, aunque les costara la vida.

Esa noche, ninguno durmió. Ensayaban en silencio cada paso, cada frase, cada distracción. No eran espías, ni héroes. Eran un mayordomo, una ama de llaves y un cocinero. Pero estaban decididos. Y eso los hacía más peligrosos que cualquier asesino que actuara en las sombras.

Con cada crujido del suelo, con cada ráfaga de viento, el miedo crecía. Porque ahora sabían que el enemigo estaba cerca. Que alguien en La Promesa tenía intenciones mortales. Y que ellos eran la única línea entre la vida y la tragedia.

El amanecer prometía más que luz. Prometía justicia… o desastre. ¿Lograrán desenmascarar al asesino antes de que ataque de nuevo? ¿O acabarán cayendo en la misma trampa que ahora intentan desactivar?

Una cosa es segura: La Promesa ya no es un lugar seguro. Y la verdad está a punto de salir a la luz… cueste lo que cueste.