La Promesa: Curro, Esmeralda y la Esmeralda Maldita

En una noche cargada de humedad y revelaciones, La Promesa se convierte en el escenario de una verdad tan peligrosa que amenaza con prender fuego a todo lo que toca. Curro, o mejor dicho, Marcos de Luján y Luján, el hijo perdido del conde asesinado, ha decidido apostar su vida para exponer un crimen que ha permanecido silenciado durante décadas, un secreto mortal que amenaza con destruir a toda la noble familia.

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La clave de este enigma reside en una esmeralda, una joya envenenada, y una carta firmada con una enigmática “L”. Mientras el drama se despliega, Ángela lucha por su vida en los jardines, víctima de un veneno insidioso que la consume lentamente. Leocadia cae bajo el peso de su propia complicidad, y Lorenzo, con un giro sorprendente, finalmente muestra su verdadero rostro, uno que esconde un turbio entramado de traición, chantaje y sangre derramada. Todo converge en una cena explosiva, donde la verdad, al igual que la belladona, se convierte en un arma letal, capaz de aniquilar sin piedad. Y cuando la justicia parece una quimera inalcanzable, una joven moribunda se levanta con la fuerza de un milagro, rompiendo el círculo de horror con un solo golpe, desafiando el destino y alterando el curso de la historia. Nada volverá a ser como antes en La Promesa.

La humedad de la noche se aferraba a los muros del hangar como una segunda piel fría y silenciosa. Dentro, el aire olía a metal, a aceite y a una verdad tan peligrosa que amenazaba con incendiarlo todo. Curro, ahora plenamente Marcos de Luján y Luján, el hijo del conde asesinado, había arrojado los dados. La confesión de su verdadera identidad colgaba entre él y Esmeralda Job, la gerente de la joyería, como una sentencia suspendida. Sus ojos, antes llenos de una cautela profesional, ahora reflejaban un abismo de incredulidad y un incipiente temor. “El hijo del difunto conde de Carvajal y Cifuentes”, repitió ella, su voz apenas un susurro que se perdió en la inmensidad del espacio, no una pregunta, sino el eco de una revelación que desmantelaba su realidad. “Pero eso es imposible. El conde no tenía más hijos que Jacobo.” Curro negó con la cabeza, la tensión marcando cada músculo de su mandíbula. “Tuvo uno, un hijo robado al nacer. Yo. Y mi padre no murió por causas naturales, Esmeralda. Fue asesinado. El mismo veneno que casi mata a mi tía Pía, el que intentaron usar con mi madre, fue el que acabó con su vida. Y esa esmeralda que usted compró, esa joya es la clave de todo.”

El frío del hangar pareció intensificarse. Esmeralda retrocedió un paso, abrazándose a sí misma. La historia era demencial, un argumento sacado de la más febril de las novelas por entregas. Pero la mirada de Curro, la desesperación cruda y la honestidad ardiente que había en sus ojos no mentían. Él creía cada una de sus palabras, y esa convicción era contagiosa y aterradora. “¿Y por qué yo? ¿Por qué contármelo a mí?”, inquirió ella, su mente de mujer de negocios tratando de encontrar la lógica, el ángulo, el beneficio en medio del caos. “Porque usted es la única que puede ayudarme a rastrear el origen de esa joya, no la que se vendió oficialmente, sino la que le entregaron a usted. Quien quiera que se la vendiera, está conectado con el asesino de mi padre. Necesito saber quién es. Necesito justicia.” Curro dio un paso hacia ella, sus manos abiertas en un gesto de súplica. “Sé que le pido mucho, sé que es peligroso, pero no tengo a nadie más a quien recurrir. Usted ha visto la oscuridad que rodea a esa piedra. Ahora sabe por qué.”

Esmeralda lo miró fijamente, el engranaje de sus pensamientos girando a una velocidad vertiginosa. El misterio del veneno, la extraña transacción, la sensación de que algo no encajaba. Todo cobraba un sentido nuevo y macabro. Su curiosidad, un rasgo fundamental de su carácter, luchaba contra su instinto de conservación. Huir era lo sensato, quedarse era una invitación al desastre, pero la historia de aquel joven, la injusticia que emanaba de cada una de sus palabras, despertó en ella algo más profundo que el miedo, un fiero sentido de la rectitud. “No puedo prometerle nada,” dijo finalmente, su voz más firme. “Pero no me iré de Luján. No, todavía. Investigaré. Pero si esto se vuelve demasiado peligroso, si mi vida corre riesgo, me retiraré. ¿Entendido?” Curro sintió una oleada de alivio tan intensa que casi se tambaleó. “Entendido. Gracias, Esmeralda. No sabe lo que esto significa para mí.” Ella asintió, su rostro una máscara de seriedad. “Oh, creo que sí lo sé, joven Marcos. Creo que ambos estamos a punto de descubrirlo.”

Curro interroga a Esmeralda, quien tiene la clave para confirmar el  asesinato de Jana en 'La Promesa'

Mientras Curro sellaba esa frágil y peligrosa alianza, el drama seguía su curso implacable en los jardines de La Promesa. Ángela, envuelta en varias mantas que Martina le había traído a escondidas, tiritaba sin control. El catarro se había convertido en una fiebre alta que la sumía en un estado de duermevela, salpicado de pesadillas y una tos seca que le desgarraba el pecho. El frío de la noche de junio, aunque no era extremo, era un enemigo mortal para su debilitado cuerpo. Se negaba a moverse, a ceder. Volver a Zúrich era una sentencia de muerte para su espíritu, y prefería arriesgarse a la muerte física en la tierra que amaba antes que someterse a la tiranía de su madre. Martina la observaba con el corazón encogido. “Ángela, por favor, estás ardiendo. Si no te ve un médico, vas a…” No podía terminar la frase. La piel de su amiga estaba pálida y sudorosa, sus labios amoratados. Cada respiración era un esfuerzo. “No, no puedo,” susurró Ángela, sus ojos vidriosos fijos en la imponente silueta del palacio. “Aquí al menos te tengo a ti y a él.” Su mente febril se aferraba a la imagen de Curro, a sus visitas fugaces, a la amabilidad que le había mostrado. “Te vamos a cuidar, pero no aquí fuera. Podríamos llevarte a la casita de los guardeses. Está vacía,” propuso Martina desesperada. Pero Ángela negó con la cabeza, un gesto que le costó una energía inmensa. “No, ella me encontraría. Leocadia lo sabe todo. Siempre lo sabe todo.” Su voz se quebró en un sollozo ahogado.

La mención de Leocadia trajo consigo una sombra aún más fría. La mujer había estado rondando los jardines como un buitre, su rostro una máscara de furia glacial. Poco antes, Lorenzo, en un movimiento que desconcertó a todos, había intentado intervenir. “Leocadia, por el amor de Dios, la muchacha está enferma,” le había dicho, su tono una mezcla de reproche y una extraña, casi paternal preocupación. “Obligarla a permanecer a la intemperie es una crueldad innecesaria, ¿no ve que está al límite?” Leocadia se había vuelto hacia él, sus ojos como esquirlas de hielo. “¿Y a usted qué le importa? ¿Desde cuándo el capitán de la Mata se preocupa por el bienestar de mi hija?” Lorenzo había mantenido la calma, una sonrisa torcida jugando en sus labios. “Me preocupo por el decoro y la reputación de esta casa. Y la imagen de una joven noble muriendo de pulmonía en los jardines, porque su propia madre la destierra, no es precisamente edificante. Ángela tiene más valor y determinación de lo que usted le reconoce. Se enfrenta a usted, a su destino. Eso es admirable.” La defensa de Lorenzo, tan inesperada, había dejado a Leocadia sin palabras por un instante. Pero su corazón, si es que alguna vez lo tuvo, permanecía sellado. “No se meta en mis asuntos, capitán. Mi hija volverá a Zúrich, por las buenas o por las malas.” Lorenzo la observó alejarse, y la máscara de preocupación se desvaneció, revelando una expresión calculadora y profunda. Su interés en Ángela no era altruista. Cada movimiento de Lorenzo era una pieza en un tablero de ajedrez que solo él comprendía. Y en ese tablero, la disputa entre Ángela y Leocadia era una oportunidad, una palanca que podía usar para sus propios fines. Sabía algo, un secreto que Leocadia guardaba con uñas y dientes, y la presión sobre Ángela era la forma perfecta de hacer que ese secreto supurara y saliera a la luz.

Mientras tanto, en el interior del palacio la atmósfera no era menos tensa. Jacobo, el recién llegado y ahora cuestionado conde, rumiaba su resentimiento. La revelación de que Lorenzo era el verdadero padre de Curro y no su tío había sido un golpe. Pero la sombra del Conde de Carvajal y Cifuentes, su supuesto padre, lo perseguía de una forma distinta. La insistencia de Curro en investigar su muerte, la sensación de que su propio linaje estaba construido sobre cimientos inestables, lo enfurecía y lo asustaba a partes iguales. “No lo entiendo, Martina,” exclamó paseándose por el salón como un animal enjaulado. “¿Por qué ese muchacho no puede dejar las cosas como están? Remover el pasado solo traerá dolor. Mi padre murió. Que en paz descanse. ¿Qué más quiere?” Martina, agotada por su preocupación por Ángela, apenas tenía fuerzas para lidiar con la ira de Jacobo. “Él solo busca la verdad. Jacobo, es su derecho.” “¿Su derecho? ¿Y qué hay de mi derecho a la paz? A la herencia que me corresponde sin que cada día aparezca una nueva duda, un nuevo fantasma.” Su frustración era tan palpable que llenaba la habitación, agria y asfixiante. Martina veía en él no solo a un hombre resentido, sino a un hombre aterrorizado. Aterrorizado de que la verdad que Curro buscaba pudiera despojarlo de todo lo que creía ser.

En otra parte de la casa, Rómulo, el mayordomo, continuaba con sus discretos preparativos para marcharse. Doblaba su ropa con una precisión metódica, cada pliegue un adiós silencioso a décadas de servicio. Creía que nadie se había percatado de su intención, pero se equivocaba. No fue alguien del servicio, absorto en sus propias cuitas y chismes. Fue Cruz, la marquesa, quien lo había estado observando. Notó la forma en que su mirada se detenía en los objetos, una nostalgia prematura en sus ojos. Vio cómo delegaba tareas que antes habría supervisado personalmente y, lo más revelador, lo vio hablando con Pía, la gobernanta, con una seriedad y una finalidad que trascendían las órdenes del día a día. Cruz, con su instinto afilado para detectar cualquier cambio en su pequeño reino, supo que algo fundamental estaba a punto de romperse. Y la idea de perder a Rómulo, su mayordomo leal, el pilar que sostenía el orden de La Promesa contra viento y marea, la llenó de una alarma que no estaba dispuesta a mostrar.

Y por si fuera poco, la presión externa aumentaba. La negativa de Catalina y Adriano a aceptar la propuesta del duque de Cerezuelo había pasado de ser una indecisión a una ofensa directa. El duque, un hombre acostumbrado a obtener lo que quería, había enviado un ultimátum: o aceptaban sus términos para la explotación de las tierras o consideraría la deuda de La Promesa vencida y exigible de inmediato. La amenaza de la ruina total volvía a cernirse sobre la familia Luján, más oscura y amenazante que nunca.

La noche avanzó, tejiendo estas hebras de desesperación, intriga y miedo en un tapiz complejo y peligroso. Nadie en La Promesa podía imaginar cómo todos estos hilos estaban a punto de converger en un nudo mortal, tirados por la mano invisible de un titiritero que disfrutaba del caos desde las sombras. Los días siguientes se convirtieron en una carrera contra reloj, contra la enfermedad, la ruina y la muerte. Curro y Esmeralda comenzaron su investigación con una cautela extrema. Se encontraban en el pueblo, en una pequeña y discreta posada donde podían hablar sin ser vistos. “Mis contactos en el gremio de joyeros son limitados cuando se trata de transacciones no oficiales,” admitió Esmeralda, extendiendo un pequeño cuaderno sobre la mesa. “Pero el hombre que me vendió la esmeralda no era un joyero, era un intermediario, un tipo escurridizo llamado Germán Valdés. Lo conocí hace años. Se especializa en conseguir piezas de herencias disputadas, de familias nobles en apuros que venden en secreto para evitar el escándalo.” “¿Dónde podemos encontrarlo?”, preguntó Curro, su voz tensa. “Ese es el problema. Desaparece.”

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