Todo estaba listo para que Ricardo Pellicer se convirtiera en el nuevo mayordomo jefe, en sustitución del querido Rómulo Baeza. El personal ya lo celebraba en silencio: las criadas comentaban con ilusión, el uniforme estaba preparado, y la expectativa era general. Ricardo, con años de entrega, lealtad y humildad, parecía tenerlo merecido. Pero no contaban con que Leocadia, en la sombra, ya había movido sus piezas.

De pronto, sin previo aviso, aparece en la escena un hombre desconocido: Cristóbal Ballesteros. Él mismo se presenta como el nuevo mayordomo jefe, enviado por doña Leocadia. Nadie lo había visto antes. Ni siquiera el marqués, que se muestra confundido, pero—como ya es habitual—permanece callado, sumiso, mientras su autoridad es pisoteada una vez más.

Ballesteros es presentado como un caballero refinado, antiguo mayordomo de los condes de Aranjuez, que decidió quedarse en España por amor a su patria. Pero no nos engañemos: todo huele a manipulación. Y detrás de cada palabra está la sombra de Leocadia, quien habría conseguido el nombramiento con el supuesto respaldo del duque de Carvajaliz y Fuentes… o al menos eso dice ella. Porque aquí lo que importa no es la verdad, sino el poder que ejerce.

La escena es devastadora. Ricardo, vestido con el uniforme que nunca llegará a usar como jefe, es humillado delante de sus compañeros. El silencio se apodera del salón. Nadie puede creerlo. Las miradas entrecruzadas de María Fernández, Teresa y Vera lo dicen todo. Lo que debía ser una consagración se convierte en una puñalada por la espalda.

Pero en medio de la injusticia, emerge una voz que no está dispuesta a callar: Catalina de Luján. Durante la comida familiar, Leocadia se atreve a justificar la llegada de Ballesteros diciendo que “el servicio necesitaba un lavado de cara”. Catalina no lo tolera. Sin dudar, la encara delante de todos y deja caer una frase que corta como cuchilla:
“¿Ese lavado de cara es suficiente excusa para lo que le has hecho a don Ricardo?”

¡Bravo por Catalina! Porque mientras Alonso, el marqués, baja la cabeza una vez más, ella alza la voz por la justicia. Porque La Promesa ya no la gobierna él, sino Leocadia, que mueve los hilos como si el palacio fuera su tablero de ajedrez personal.

Y justo cuando todo parece perdido para Ricardo, el destino le da un pequeño respiro: Santos Pellicer, su hijo, desaparecido desde hace mucho, aparece de sorpresa en la zona de servicio. No sabemos si viene para quedarse, pero su llegada es un bálsamo para su padre. Ricardo lo abraza con emoción contenida, y por un instante, el dolor se disipa. Puede que haya perdido un puesto, pero ha recuperado algo mucho más valioso: el vínculo con su hijo.

Eso sí, el regreso de Santos abre más preguntas que respuestas. ¿Qué trae entre manos? ¿Qué ha sido de Ana, su madre, la sombrerera excéntrica? ¿Ha abierto por fin los ojos sobre ella? Y, sobre todo, ¿qué papel jugará Santos en esta nueva etapa del palacio?

La llegada de Cristóbal Ballesteros ha sacudido al servicio. ¿Será un aliado inesperado o simplemente otro títere de Leocadia? ¿Tendrá el valor de tenderle la mano a Ricardo… o se limitará a ocupar el puesto sin cuestionar nada?

Leocadia ha jugado su carta más cruel, pero Catalina también ha movido ficha. En el aire flota la sensación de que la batalla apenas comienza, y que bajo las apariencias cortesanas se esconde una guerra por el control del corazón de La Promesa.

🔥 Una escena que duele, que indigna, pero que también enciende las ganas de justicia. Porque en la casa de los Luján, cada paso es una estrategia… y cada silencio, una declaración.