Buenas noches, señor, ¿se encuentra bien?
La noche había caído sobre la ciudad como un manto de terciopelo oscuro, y en el interior de la casa reinaba un silencio solo roto por el tic-tac constante del reloj de pared. Ella, atenta a cada detalle, notó que él se movía con cierta pesadez, como si llevara consigo un peso invisible. Su voz, suave pero cargada de preocupación, rompió la quietud: “Buenas noches, señor… ¿se encuentra bien?”
Él levantó la vista, sorprendido por la repentina pregunta, y trató de dibujar una sonrisa que no alcanzó a sus ojos. “Sí, no se preocupe”, respondió, como quien busca cerrar el tema antes de que se abra del todo. Pero ella no quedó convencida. Había algo en su postura, en el modo en que sus hombros se curvaban ligeramente hacia delante, que delataba una tensión interna.
—¿Quiere que le traiga sal de frutas? —preguntó, intentando aligerar la conversación con un gesto práctico, como si la solución a sus males pudiera encontrarse en algo tan simple.
—Tan mala tengo… —respondió él, medio en broma, medio en serio.
Ella sonrió, no tanto por la respuesta como porque ya lo iba conociendo. Cada palabra, cada mirada, le mostraba un poco más de aquel hombre que, aunque reservado, dejaba escapar sus preocupaciones en pequeños descuidos. No eran gestos grandilocuentes, sino sutiles señales: una pausa más larga de lo habitual, un suspiro silencioso, un leve fruncir de ceño.
—¿Algún problema con la empresa? —se atrevió a preguntar.
—Bueno, alguno hay… —admitió—. Pero esos prefiero dejarlos en la fábrica.
Ella asintió. Comprendía ese intento de separar el trabajo de la vida personal, aunque en realidad, ambos sabían que los problemas no entendían de fronteras. Las preocupaciones no quedaban encerradas tras una puerta; se colaban en la mente y anidaban en el corazón.
—Ojalá pudiéramos hacer lo mismo con el resto, ¿verdad? —comentó ella, dejando que sus palabras flotaran en el aire.
Esa frase, sencilla en apariencia, resonó en él como un eco profundo. Porque más allá de los problemas de la empresa, había otras cargas que pesaban más: decepciones, recuerdos, pérdidas que no podían dejarse en ningún sitio. Y esa noche, quizá más que otras, esas sombras parecían cercanas.
Él se dejó caer en el sillón, como si sus piernas necesitaran un descanso urgente. Miró hacia la ventana, donde la luz de la farola entraba débilmente, dibujando figuras en el suelo. No era un hombre que soliera hablar de lo que sentía, pero aquella frase le había tocado una fibra. Pensó en todo lo que hubiera querido dejar atrás y no pudo: amistades rotas, oportunidades perdidas, decisiones que aún le pesaban.
Ella, desde su posición, lo observaba con una mezcla de ternura y respeto. Sabía que insistir no serviría de nada. Él necesitaba su propio tiempo para abrirse, y ella había aprendido a esperar. Así que se levantó sin hacer ruido, fue hasta la cocina y preparó la sal de frutas que, más que un remedio, se había convertido en un pretexto para cuidarlo.
Al regresar, le tendió el vaso y él lo tomó con un leve agradecimiento en los labios. El silencio volvió a instalarse, pero ya no era tan pesado; había en él un entendimiento tácito, una conexión silenciosa que hablaba más que las palabras.
—Gracias —murmuró él, después de beber un sorbo.
—De nada. Ya sabe… me preocupa —respondió ella, con una sinceridad que lo obligó a mirarla a los ojos.
Esa mirada fue un instante suspendido en el tiempo. Él pensó en decirle algo, en compartirle una verdad que había guardado durante semanas, pero se contuvo. No era miedo, sino la certeza de que aún no era el momento.
Sin embargo, lo que no dijo quedó insinuado en su gesto, en la forma en que apoyó el vaso sobre la mesa y se recostó, como si al menos en ese rincón del mundo pudiera relajarse. Ella entendió, y aunque no recibió confesiones, sí tuvo la seguridad de que su presencia ayudaba a aliviar una parte de su carga.
La noche continuó su curso. Afuera, el viento movía suavemente las ramas de los árboles, y dentro de la casa, ambos compartían ese silencio confortable que solo se da cuando hay confianza. Puede que los problemas de la empresa siguieran ahí, y que el resto de las preocupaciones no pudieran dejarse en ninguna fábrica, pero en ese momento, ninguno de los dos estaba completamente solo en sus pensamientos.
Y aunque no lo sabían, esa conversación aparentemente simple sería recordada días después, cuando las tensiones aumentaran y las palabras de esa noche cobraran un nuevo sentido…