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La promesa avances.

El aire de la noche parecía contener secretos que nadie se atrevía a pronunciar. Nadie, absolutamente nadie, ni siquiera aquellos que habían convivido con Curro durante toda su vida, hubiera imaginado lo que estaba por acontecer. Siempre fue considerado un muchacho humilde, un servidor invisible a los ojos de quienes ejercían el poder dentro del palacio. Pero aquella jornada, frente al silencio que lo envolvía, se vería obligado a tomar una decisión capaz de alterar para siempre no solo su propio destino, sino también el de “La Promesa”.

Lo que parecía inmutable estaba a punto de resquebrajarse: una verdad cuidadosamente ocultada durante años, una revelación inesperada y un acto capaz de desgarrar los vínculos más profundos pondrán a prueba a todos los que habitan entre los muros de la hacienda. Y justo en el momento en que todo parezca hundirse en la desesperanza, algo surgirá, trastocando las reglas del juego y ofreciendo una tenue chispa de renacer.

El jardín, cubierto por la penumbra, guardaba silencioso las historias del pasado. La piedra bajo los pies de Curro emanaba recuerdos de generaciones que, al igual que él, habían buscado redención en medio del dolor. Sentado en un banco gastado, con los puños cerrados, miraba hacia el cielo como si esperara encontrar en las estrellas un refugio que se le negaba. Desde el palacio, las luces formaban sombras largas, casi fantasmales, que parecían aferrarse a él, negándose a liberarlo de la carga de su sangre.

Ángela apareció entonces, como si una fuerza invisible la hubiera conducido hasta allí. Su silueta, envuelta en un vestido claro que reflejaba la luna, transmitía una mezcla de fragilidad y valentía. Se plantó frente a él sin titubear. Primero le habló con dulzura, reconociendo el esfuerzo de la jornada, pero pronto su voz ganó firmeza: tenía algo importante que decirle.

Curro, agotado, apenas levantó la mirada, pero las palabras de la joven lo sacudieron: le reveló la verdad que llevaba oculta tanto tiempo. No era solo un criado. Era hijo del marqués, aunque fruto de una relación con una criada. Nobleza corría por sus venas, aunque el palacio lo negara.

Él sonrió amargamente. Para él, la sangre no bastaba para conferir nobleza; lo que veía en los pasillos era indiferencia y desprecio. “Soy y seguiré siendo un sirviente”, murmuró, convencido de que su lugar estaba marcado desde siempre. Ángela le tomó el brazo con fuerza, rogándole que no se resignara. Pero Curro, con la mirada perdida en un horizonte inalcanzable, confesó su agotamiento: estaba cansado de servir, de fingir, de cargar con el silencio del daño hecho a su hermana.

Entonces, como un golpe seco, dejó salir lo que había estado gestando: pensaba marcharse. Ángela, con el corazón encogido, apenas pudo creerlo. “¿Irte? ¿Dejarlo todo?”. Él respondió que quizá esa era la única manera de empezar de nuevo. Y en un impulso, con los ojos brillando de una intensidad desconocida, le lanzó la propuesta: que se fuera con él.

Las palabras quedaron suspendidas, cargadas de promesas imposibles. Ella dudó, recordando las cadenas invisibles que su madre imponía. Pero Curro insistió con amargura: “¿Desde cuándo tu madre decide por ti?”. Ángela, con ternura, le suplicó que no arrojara todo por la borda, que luchara por su sitio. Pero la tensión estalló: Curro interpretó que para ella solo tendría valor si llevaba un título. Ella lo negó entre lágrimas, confesando que lo amaba por lo que era. Sin embargo, él ya se había cerrado, incapaz de escuchar. Con voz dura, afirmó que nunca lo entendería, y la dejó sola, con las lágrimas surcando su rostro bajo los árboles.

Al llegar a su habitación, descargó su rabia cerrando puertas y cajones. Lope, sorprendido, lo vio empacar sus pertenencias. Curro confesó que no podía más, que el palacio lo asfixiaba, que estaba cansado de ser tratado como un desecho. En dos días se marcharía. Lope, horrorizado, intentó convencerlo, recordándole la promesa de encontrar al culpable de lo que le hicieron a su hermana. Pero Curro, con un amargo velo en los labios, respondió que ya no importaba: ante los ojos de todos seguiría siendo el bastardo del marqués, y nada lo cambiaría.

Lope, impotente, bajó a la cocina y buscó a Ángela. Le contó la decisión de Curro. Ella, con el corazón en vilo, se negó a aceptarlo: no dejaría que se marchara. A la mañana siguiente, sin perder tiempo, subió al despacho del marqués Alonso y le reveló la situación. El marqués, incrédulo, no pudo ocultar la emoción al escucharla: Curro era su hijo, lo amaba, y no quería verlo huir sin luchar por lo que le correspondía.

Ángela entonces propuso algo audaz: escribir a la casa real para reconocer los méritos de Curro en el arresto de Lorenzo y en la investigación que había devuelto la justicia. El marqués, tras dudar, accedió y firmó la carta con determinación. Sorprendentemente, la respuesta llegó el mismo día: Curro era oficialmente reconocido como noble, ya no solo por su sangre, sino por sus actos y su valentía.

Alonso corrió con la noticia, ansioso por detener a su hijo. Pero al llegar a la entrada, lo encontró listo para marcharse, con las maletas en la mano y la mirada endurecida. “Curro, espera”, gritó. El joven vaciló. Ángela llegó corriendo detrás, alcanzándolo y agarrando su brazo. Entre jadeos, le reveló la verdad: el reconocimiento había llegado, ya era oficialmente noble.

El impacto dejó a Curro sin palabras. Se dejó caer en un banco, temblando. Ángela, a su lado, lo animaba con dulzura: “Ya no eres un simple lacayo, eres el hijo del marqués. El momento de mostrarlo ha llegado”. Él levantó la mirada, incrédulo, y poco a poco un destello de determinación iluminó sus ojos. “He vuelto —dijo con voz firme—, y esta vez nadie me subestimará”.

El marqués lo observaba orgulloso desde lejos, mientras Ángela, emocionada, le estrechaba la mano. Todo parecía renacer… hasta que un nuevo giro oscureció la esperanza. Cristóbal, dominado por la rabia, castigó a los sirvientes reduciéndoles el sueldo, provocando una indignación general. Lope propuso una huelga, pero antes de que la tensión explotara, una figura imponente irrumpió: Rómulo, acompañado de Leocadia.

El silencio se adueñó del palacio. Rómulo, envuelto en su capa oscura, descendió con pasos firmes. Todos lo reconocieron al instante. Frente a un Cristóbal tembloroso, entregó al marqués un dossier con pruebas demoledoras: Cristóbal no era el hombre fiel que aparentaba, sino un sicario al servicio de nobles vengativos. Y lo más devastador: era el padre de Ángela.

El secreto cayó como un manto helado sobre todos. Ángela, paralizada, no pudo evitar mirarlo con asombro y dolor. Alonso exigió explicaciones, pero Leocadia apenas balbuceaba defensas que el marqués no quiso escuchar. La verdad estaba expuesta.

Rómulo, firme, pidió justicia no solo para él, sino para todos los trabajadores y para la casa misma. Alonso, tras un silencio cargado de tensión, lo acompañó, dispuesto a poner orden y revelar la verdadera identidad de quienes habían vivido bajo engaño.

La historia apenas comenzaba. Y quienes no quieran perderse lo que viene, deberán estar atentos, porque el destino de todos en La Promesa está a punto de ser puesto a prueba como nunca antes.