Cuando todos se preparan para la gran fiesta en el palacio, lo que debería ser una velada de celebración se transforma en una noche de máscaras donde cada paso esconde una verdad devastadora. La víspera amanece con el aire tenso como si algo estuviera a punto de estallar, y Adriano lo siente en la piel. Catalina, siempre firme, le exige compostura, que no hable si no le preguntan, y que no mencione nada sobre animales o trigo. La consigna es clara: que finja… porque esa noche no hay espacio para errores.

En paralelo, Petra retoma el control de la servidumbre con una crueldad refinada. Insulta, lanza bandejas y somete a los criados con una mirada de acero. Solo Pía intenta poner paz, sin éxito. Todos están bajo vigilancia. Cada uno en su papel. Pero nadie puede imaginar el caos que está por venir.

Curro, mientras tanto, sostiene un secreto que lo consume: ha descubierto que la historia sobre la muerte de Hann fue una mentira, una trampa para manipular la justicia. La confesión a Pía sacude la cocina: “¡No fue mi tía quien mató a Hann!” grita, revelando un crimen oculto bajo el disfraz de venganza legítima. Ahora teme que contarle la verdad a Lope lo arruine todo.

Mientras tanto, Vera y Lope planean su huida. Un amor clandestino que quiere escapar del encierro del palacio. Pero cuando Vera va a entregar un caldo a Leocadia —¿o es solo una excusa?—, se encuentra con una escena de terror en la terraza: Ángela, acorralada por dos hombres. La joven se defiende como puede, con una patada, un grito de rabia, y los echa. En medio de la oscuridad, vuelve a ser dueña de sí misma.

Y entonces ocurre: la carta. La maldita carta de Cruz que llega a manos de Manuel. El joven la guarda en su bolsillo, como si quemara. Cuando Alonso le pregunta si la ha leído, miente: “La arrojé al fuego.” Pero sabemos que no es verdad. Y Alonso, satisfecho, le recuerda que él representa a la familia. El peso cae sobre sus hombros.

La fiesta comienza. Joyas, música, aristocracia y apariencia. Adriano, disfrazado de conde, es un mar de nervios. Derrama champán, comete errores. No es él. Manuel, en cambio, es la imagen del heredero deseado por todas. Pero su corazón está en otra parte. Y en ese momento, una figura en sombras aparece: Ana. Una mujer que habla de motores, de libertad y de verdades mecánicas que en realidad son metáforas de algo más profundo: la posibilidad de ser uno mismo.

El momento crucial llega cuando Adriano, roto por la ansiedad, enfrenta lo impensable. Lisandro, hasta ahora su mentor, su sombra… esconde una verdad monumental. El aire se corta cuando Catalina lo arrincona y susurra lo inevitable: “Adriano, él es tu padre.”
El mundo se tambalea. La fiesta gira en torno al engaño, pero este es el golpe definitivo. La sangre, la mentira, la identidad… todo en juego.

Mientras tanto, Petra, sola frente a un espejo, se desmorona. Habla del beso robado por el padre Samuel, de la humillación, del abandono. Ya no quiere venganza: quiere justicia. “Exijo mi lugar en esta casa”, grita, dispuesta a destapar secretos que podrían incendiar los muros del palacio. Y lo dice claro: “Lo contaré todo, a Rómulo, a Pía, a quien haga falta.”

Así concluye este episodio: no con fuegos artificiales, sino con la amenaza que flota en el aire. Todos guardan algo. Todos han mentido. Y la Promesa… está a punto de explotar.

¿Estás listo para lo que viene?
🕯️ La fiesta ha terminado.
🩸 La verdad acaba de comenzar.

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