⚡ La promessa anticipazioni: un trueno anuncia la tormenta
Un trueno lejano rompe el silencio de La Promesa. Los cascos de una carreta resuenan sobre el empedrado húmedo mientras nubes oscuras se acumulan sobre las torres del palacio. Los guardias sienten un escalofrío recorrer la espalda al escuchar un nombre que resuena entre los arcos: Cruz. Pero no es la misma que creían conocer. Su rostro velado y la mirada cargada de secretos anuncian un regreso que despierta sospechas y miedos.
Lorenzo aprieta los puños hasta lastimarse. Susurros de venganza se mezclan con lágrimas de terror. Cada paso de Cruz promete juicio y cada alianza temblará. ¿Sobrevivirá alguien a su regreso? Ha vuelto para ajustar cuentas… y lo hará a su manera. Tras un simple retrato se esconde un secreto devastador que no todos podrán soportar. Una caja misteriosa, un nombre pronunciado con fría determinación y un plan ejecutado silenciosamente bajo la mirada de todos, anuncian que nada será igual. ¿Qué oculta realmente el retrato? ¿Y por qué se convocó con urgencia al sargento Burdina? ¿Justicia o venganza? Solo hay una certeza: el palacio cambiará para siempre.
En la entrada principal, Alonso se mantiene erguido, la mano firme sobre el bastón, con la mirada perdida entre gratitud y duda. No sabe si sonreír o reprochar. Cruz baja de la carreta vestida de negro, con la majestuosidad de una gran marquesa, pero marcada por el dolor de años ausentes. Su pie toca el suelo con determinación, y su mirada se dirige hacia la fachada del palacio. Nostalgia, orgullo y dolor se mezclan en su rostro. Esa casa fue suya, pero ahora la contempla con frialdad.
Alonso la recibe con voz calmada, casi distante, indeciso entre aceptarla o rechazarla. Sus miradas se cruzan en un silencioso diálogo hasta que se abren las puertas internas y aparece Manuel. Sus ojos reflejan cansancio y heridas, recuerdos de noches de luto y de ira contenida. Por un instante, Cruz deja de lado la compostura y le dirige una sonrisa frágil, un destello de esperanza.
—Hijo mío —dice, avanzando y extendiendo la mano como en busca de un recuerdo.
Pero Manuel permanece inmóvil, el rostro tenso.
—No me llames así —responde con voz áspera y cortante.
Cruz queda suspendida, la mano en el aire, dudando si retirarla o insistir.
—Sé que estás enfadado… no hice lo que dicen. No habría tenido el valor —su voz se quiebra al pronunciar un nombre, Ann.
Manuel cierra los ojos como atravesado por un puñal. Al abrirlos, las lágrimas brillan, pero la rabia persiste.
—No digas su nombre. Debes demostrarme que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo.
Sus palabras caen como piedras. Cruz siente el corazón quebrarse, el aliento apagarse y los ojos arder. No derrama una lágrima. Manuel retrocede, baja las escaleras con paso firme y se aleja sin mirar atrás. Cruz permanece inmóvil, conteniendo la respiración.
—Hijo mío —susurra, pero el viento del patio se lo lleva.
En los días siguientes, la presencia de Cruz en el palacio se siente como una chispa en un pajar seco. Cada paso que da por los pasillos, cada estancia que pisa, provoca miradas que oscilan entre respeto, temor y hostilidad. Pero hay alguien que no oculta su desprecio: Leocadia. Desde la vuelta de Cruz, percibe su presencia como una amenaza directa al poder que ha construido poco a poco. Para ella, Cruz debería permanecer tras las rejas para siempre. Sus miradas se cruzan a diario, ninguno cede ni un milímetro.
Durante su primer enfrentamiento en la sala principal, la tensión es palpable. Cruz ordena que el misterioso retrato se coloque en un lugar bien visible: quiere que todos lo vean. Leocadia entra impecable, con una sonrisa maliciosa y segura, colgando los retratos con precisión.
—No necesito sentirme dueña —dice Cruz con firmeza.
—Lo eres, siempre lo has sido, y nada de lo que hagas cambiará eso —responde Leocadia, acercándose mientras sus tacones repican sobre el mármol.
—Lo fuiste siempre —susurra con malicia contenida—. Veremos por cuánto tiempo. Mi tiempo en prisión ha sido productivo. He ganado la confianza de muchos, incluso del marqués, y pronto conquistaré todo lo que alguna vez fue tuyo.
Cruz la mira fijamente, con un helado y calculador sonrisa:
—¿Qué quieres decir exactamente?
Leocadia inclina la cabeza con elegancia y una voz venenosa:
—Alonso nunca estará solo otra vez. El terreno está marcado. La oscuridad se acerca. Necesito a alguien que mantenga firme el control del palacio. Alguien a quien Cruz jamás podría oponerse… y ese rol será mío. Muy pronto, el título de marquesa será mío.
Cruz la observa con ojos incendiados:
—¿Eres solo una invitada molesta? —responde con firmeza—. ¿Crees que algún secreto o chantaje te dará ventaja?
—Nunca.
Esas palabras condensan años de luchas, acusaciones y tensiones en la decadente corte del palacio, un escenario de rivalidades y revelaciones donde cada persona es una pieza de un intrincado juego aristocrático. Leocadia sonríe con sarcasmo.
—Ya danzabas entre las acusaciones, Cruz, y tu hijo Manuel no quiere verte. Lo leí en sus ojos; te odia.
Una herida abierta en el corazón de Cruz, que siente la humillación calar hasta los huesos, pero no cede. Eleva el mentón, la mirada fría y firme.
—Puedes intentarlo cuanto quieras, pero siempre volveré y encontraré la manera de destruirte, Leocadia, de una vez por todas.
Sus palabras resuenan en los pasillos silenciosos. Pia, al pasar, se detiene, tragando saliva. Los sirvientes se miran, expectantes ante la explosión que se avecina.
Al día siguiente, la rivalidad entre Cruz y Leocadia se siente en cada rincón del palacio. Cada comida se convierte en un campo de batalla; Cruz ordena platos que Leocadia critica sin piedad, escrutando cada detalle con tono venenoso. Por la noche, Leocadia convoca a los sirvientes a su sala; los pasillos se llenan de susurros y pasos furtivos que resuenan contra las paredes y los cortinajes de seda.
—¿Crees que tienes algún poder aquí, Leocadia? —grita Cruz una noche, la voz vibrante—. Yo tengo más.
Responde un duelo de palabras punzantes, promesas de venganza y miradas que atraviesan como lanzas. Mientras tanto, Cruz, herida por las duras palabras de Manuel, se niega a rendirse y busca reconquistar a su hijo.
El choque de voluntades ha comenzado, y el palacio nunca volverá a ser el mismo.
🌩 La Promesa: anticipaciones explosivas – Cruz ha vuelto
Un trueno rompe el silencio del palacio, y los cascos de una carreta retumban sobre el empedrado húmedo. Nubes oscuras cubren las torres, y los guardias sienten un escalofrío recorrer sus espaldas al escuchar un nombre que resuena entre los arcos: Cruz. Pero no es la misma que conocían. Su rostro velado y la mirada cargada de secretos presagian un regreso que siembra desconfianza y miedo.
Lorenzo aprieta los puños hasta lastimarse. Susurros de venganza y lágrimas de terror se mezclan en los corredores. Cada paso de Cruz augura juicio, y ninguna alianza será firme. Ha regresado para ajustar cuentas, y lo hará según sus propias reglas. Un simple retrato esconde un secreto devastador que amenaza con romper a quienes lo descubran. Una caja misteriosa, un nombre susurrado con fría determinación y un plan ejecutado silenciosamente bajo la mirada de todos anuncian que nada volverá a ser igual.
Alonso espera en la entrada principal, la mano firme sobre el bastón, indeciso entre la gratitud y la duda. Cruz desciende de la carreta vestida de negro, la majestuosidad de una gran marquesa, pero con la tristeza de años separados de su vida. Cada paso, cada mirada, mezcla nostalgia, orgullo y dolor. La casa fue suya, y ahora la contempla con frialdad.
Alonso la recibe con calma, pero sus ojos reflejan incertidumbre. Sus miradas se cruzan en un silencioso duelo hasta que aparece Manuel. Sus ojos cansados y marcados por noches de luto y furia muestran el impacto de la ausencia de Cruz. Por un instante, ella deja la compostura y le ofrece una sonrisa frágil, un destello de esperanza.
—Hijo mío —dice, avanzando y extendiendo la mano—.
Pero Manuel no se mueve, rígido, con el rostro tenso.
—No me llames así —responde con voz cortante.
Cruz queda en suspenso, la mano en el aire, indecisa entre retirarla o insistir.
—Sé que estás enfadado… no hice lo que dicen. No habría tenido el valor —su voz se quiebra al pronunciar un nombre, Ann.
Manuel cierra los ojos como atravesado por un puñal. Al abrirlos, las lágrimas brillan, pero la ira persiste.
—No digas su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo.
Sus palabras caen como piedras, y Cruz siente el corazón romperse. Manuel retrocede, desciende las escaleras con paso firme y se aleja sin mirar atrás. Cruz queda inmóvil, conteniendo el aliento.
—Hijo mío —susurra, pero el viento del patio se lo lleva.
Los días siguientes, su presencia es una chispa en un pajar seco. Cada paso, cada habitación que pisa, provoca miradas que mezclan respeto, temor y hostilidad. Pero hay alguien que no oculta su desprecio: Leocadia. Desde la vuelta de Cruz, Leocadia siente su presencia como una amenaza directa al poder que construyó con esfuerzo. Para ella, Cruz debería permanecer tras las rejas para siempre. Sus miradas se cruzan diariamente, y ninguno cede un milímetro.
En la sala principal, el primer enfrentamiento es eléctrico. Cruz ordena que el misterioso retrato se coloque en un lugar visible: todos deben verlo. Leocadia entra impecable, con sonrisa maliciosa y seguridad, colgando los cuadros con precisión.
—No necesito sentirme dueña —dice Cruz con firmeza.
—Lo eres, siempre lo fuiste, y nada de lo que hagas cambiará eso —responde Leocadia mientras se acerca, tacones resonando en el mármol.
—Siempre lo fuiste —susurra con malicia—. Veremos por cuánto tiempo. Mi tiempo en prisión fue productivo. Gané la confianza de muchos, incluso del marqués, y pronto conquistaré todo lo que alguna vez fue tuyo.
Cruz la mira fijamente, helada y calculadora:
—¿Qué quieres decir?
Leocadia inclina la cabeza y susurra con veneno:
—Alonso nunca estará solo otra vez. Necesito a alguien que mantenga firme el control del palacio. Alguien a quien Cruz no podría enfrentarse… y ese rol será mío. Muy pronto, el título de marquesa será mío.
Cruz responde con ojos incendiados:
—¿Solo eres una invitada molesta? ¿Crees que secretos o chantajes te darán ventaja?
—Nunca.
Estas palabras condensan años de luchas, acusaciones y tensiones en la decadente corte, un juego de intrigas donde cada persona es una pieza de la aristocracia. Leocadia sonríe con sarcasmo:
—Danzabas entre las acusaciones, Cruz, y tu hijo Manuel no quiere verte. Lo leí en sus ojos; te odia.
Una herida abierta en el corazón de Cruz, que siente la humillación hasta los huesos, pero no cede. Eleva el mentón, la mirada fría y firme:
—Puedes intentarlo cuanto quieras, pero siempre volveré y encontraré la manera de destruirte, Leocadia.
Sus palabras resuenan en los pasillos silenciosos. Pia se detiene, tragando saliva. Los sirvientes intercambian miradas, expectantes ante la explosión que se avecina.
Al día siguiente, la rivalidad es palpable en cada rincón. Cada comida se convierte en un campo de batalla; Cruz ordena platos que Leocadia critica sin piedad. Por la noche, Leocadia convoca a los sirvientes, y los pasillos se llenan de susurros y pasos furtivos.
—¿Crees tener poder aquí, Leocadia? —grita Cruz, la voz vibrante—. Yo tengo más.
Un duelo de palabras cortantes, promesas de venganza y miradas que atraviesan como lanzas. Cruz, herida por las palabras de Manuel, se niega a rendirse y busca recuperar a su hijo.
El choque de voluntades apenas comienza, y el palacio nunca volverá a ser el mismo.