El ambiente en el despacho del marqués se volvió irrespirable en cuanto la puerta comenzó a abrirse con un crujido que pareció rasgar el tiempo. La figura que emergió del umbral, bañada por la luz del pasillo, no era una aparición. Era un hombre, alto, de porte firme, con el rostro endurecido por la ausencia y la mirada cargada de verdades. Era Tomás. El hijo primogénito de Alonso, el que todos creían muerto, el que Cruz había hecho desaparecer en silencio. La copa de brandy cayó de la mano del marqués, estallando contra el suelo en mil fragmentos, mientras su rostro palidecía como si viera a un espectro surgido de sus peores pesadillas.
Tomás no se detuvo. Entró con la seguridad de quien ha vuelto a reclamar lo que le pertenece. Saludó a su padre con un simple “Hola, padre”, y esas dos palabras fueron suficientes para derrumbar años de mentiras cuidadosamente construidas. Alonso apenas podía respirar. La incredulidad lo sumía en un estado de shock paralizante. “No es posible… tú estabas muerto…”, balbuceaba, mientras se apoyaba en la mesa para no caer. Tomás, sin apartar la mirada, reveló la verdad: había sido drogado, dado por muerto y abandonado por Cruz. Unos pastores lo salvaron, vivió años sin memoria, y cuando ésta regresó, con ella volvió también el dolor, la traición y la necesidad de justicia.
El marqués, devastado, apenas podía articular palabra. Su cuerpo temblaba, su corazón se partía entre el amor por su hijo y la lealtad a una esposa que ahora parecía haber sido la arquitecta del crimen más atroz. Tomás no buscaba compasión. Venía con pruebas, con testigos, con la verdad como escudo y espada. No estaba dispuesto a permitir que Cruz siguiera reinando sobre un marquesado manchado de sangre y silencio. Fue entonces cuando Cruz apareció en el umbral. Su presencia majestuosa, casi inhumana, se quebró al ver a Tomás frente a ella. Su rostro perdió el color, sus labios se estremecieron. “Tú estás muerto…”, murmuró, como si la realidad pudiera deshacerse con palabras.
La tensión entre ambos era casi insoportable. Tomás la enfrentó con una mezcla de rabia y dignidad. Le reprochó su traición, su intento de asesinato, su crueldad silenciosa. Ella intentó justificarse. Dijo que lo hizo por Manuel, por la familia, por proteger el equilibrio del marquesado. Pero nada de eso podía ocultar la verdad: lo había eliminado porque era una amenaza a su poder. Su confesión, aunque velada, fue un disparo directo al corazón de Alonso, que comprendió al fin el monstruo que había tenido al lado.
Las palabras de Tomás fueron el principio del fin para Cruz. Ya no había vuelta atrás. Había regresado no para vengarse con violencia, sino para desnudar el alma corrupta del marquesado y arrancar de raíz a quienes lo habían podrido desde dentro. Su regreso era una llamada a la verdad, un acto de justicia largamente esperado. Y esta vez, nadie podría acallarlo. Porque los muertos pueden regresar. Y cuando lo hacen, traen consigo todo lo que se intentó enterrar.