La Promessa – Matrimonio en peligro? ¡Pelayo quiere huir justo después de casarse con Catalina!

⚠️ Spoiler de los próximos episodios de “La Promessa” ⚠️

Un murmullo en el aire, un cielo oscuro como presagio y el eco lejano de una carroza que se acerca irrumpen la quietud del palacio. Es una noche pesada, cargada de humedad y tensión. Las torres de La Promessa parecen observar con ojos de piedra la inminente tormenta. El sonido de los cascos sobre el suelo mojado genera un escalofrío entre los guardianes. Y entonces se oye un nombre, casi como un susurro que se desliza entre los arcos del patio: Cruz.

Pero la Cruz que regresa no es la misma que partió. Viste de negro riguroso, oculta tras un velo que no sólo cubre su rostro, sino también una mirada cargada de enigmas. Su regreso no es un evento, es una amenaza. Con ella vienen los secretos, el juicio, la incertidumbre. Nadie sabe con certeza a qué ha venido, pero todos temen que no haya retorno a la calma. Lorenzo, al verla, cierra el puño con tal fuerza que casi se hiere. Sabe que nada volverá a ser como antes.

Lo que esconde Cruz bajo su atuendo no son solo planes; es una voluntad de ajustar cuentas. Lo demuestra desde el principio. Ordena que un misterioso cuadro sea colgado en el salón principal, a plena vista. ¿Por qué ese cuadro? ¿Qué oculta? Nadie lo sabe con certeza, pero su presencia inquieta. Y junto al cuadro, aparece otro elemento desconcertante: una caja cerrada, un nombre pronunciado con helada precisión y la inesperada presencia del sargento Burdina. Hay algo que se mueve en las sombras, algo grande. ¿Justicia o venganza? Aún no lo sabemos, pero lo que sí es seguro es que Cruz ha vuelto para sacudir los cimientos del palacio.

Alonso está en la entrada, con el bastón entre las manos, esperando. La ve bajar de la carroza, envuelta en su figura de marquesa, pero también envuelta en la soledad de quien regresa a una vida que ha cambiado en su ausencia. Su mirada se clava en la fachada del palacio: no es de cariño, sino de cálculo. Él no sabe si abrazarla o enfrentarla.

Entonces aparecen las puertas interiores. Y con ellas, Manuel. Su rostro es un mapa de sufrimiento. Noche tras noche de dolor, de odio contenido. Cuando ve a su madre, se detiene. Cruz rompe su fría compostura por un instante y le tiende la mano: “Hijo mío”, susurra con una mezcla de esperanza y culpa. Pero Manuel no responde con ternura. Su voz es como un cuchillo: “No me llames así”.

El rechazo es brutal. Cruz queda inmóvil, la mano en el aire, sin saber si retirarla o insistir. Trata de explicarse, con voz rota, negando todo lo que se dice de ella. Nombra a Anne. Y en ese momento, Manuel cierra los ojos, como si ese nombre le abriera una herida sangrante. Cuando los abre, hay lágrimas, pero también una rabia ardiente. “Demuestra que no fuiste tú. Hasta entonces, no vuelvas a llamarme tu hijo”. Y se marcha sin mirar atrás. Cruz se queda sola, muda, con el pecho apretado. Murmura “Hijo mío”, pero el viento se lleva su voz.

Desde su regreso, la atmósfera en el palacio se transforma. Cada sala por donde pasa, cada rincón que pisa, se llena de tensión. Nadie se atreve a hablar claro, pero los gestos, las miradas y los silencios dicen más que las palabras. Hay miedo, respeto, resentimiento.

Y sobre todo, Leocadia. Ella no disimula su desdén. Para Leocadia, Cruz representa una amenaza directa. Mientras la marquesa estuvo ausente, ella tejió su red de poder y alianzas. No está dispuesta a ceder ni un centímetro de su influencia. Cree que Cruz debería haber quedado encerrada para siempre. Los encuentros entre ambas son feroces. El primero, en el salón principal, marca el inicio de una guerra silenciosa.

Cruz exige que el cuadro se cuelgue a la vista de todos. Leocadia lo hace, pero no sin dejar caer un comentario venenoso. “Siempre fuiste la dueña…”, susurra con tono burlón, “pero el tiempo no se detuvo mientras estabas fuera. He ganado confianza, incluso la del marqués, y pronto todo lo que fue tuyo será mío”.

Cruz no se inmuta. La mira con gélido desprecio: “No eres más que una invitada molesta. Tus chantajes no te darán el poder que deseas. Nunca”.

La tensión crece. La batalla de miradas y palabras se recrudece día tras día. Leocadia no se detiene: susurra a espaldas de Cruz, manipula a los criados, reúne a su séquito en su habitación por las noches. El palacio entero se convierte en un campo minado. Cada comida es una lucha de posiciones. Cruz da órdenes, Leocadia las desacredita con sarcasmo. Las cocinas hierven, no solo por el calor del fuego, sino por los rumores.

Una noche, Cruz estalla. Grita desde lo alto de las escaleras: “¿De verdad crees que tienes poder aquí?”. Leocadia le responde con voz suave pero letal: “Muy pronto seré yo quien lleve el título de marquesa”.

Y mientras tanto, el verdadero dolor de Cruz no proviene de Leocadia… sino de Manuel. Su indiferencia, su odio, su distancia. Es una herida que no cicatriza. Pero ella no se rinde. Lo quiere de vuelta. Y hará lo que sea, absolutamente todo, para lograrlo.

El ambiente se carga más cada día. Cruz está decidida. Leocadia, también. El pasado vuelve, los secretos emergen y el palacio entero tiembla. Detrás de un cuadro, dentro de una caja, en la boca de un sargento… puede estar la verdad que lo cambiará todo.

Y mientras Pelayo planea su fuga justo después del matrimonio con Catalina —en otro rincón del palacio donde también germinan las traiciones—, la verdadera batalla se libra entre dos mujeres poderosas, determinadas a no perder.
La guerra por el poder en La Promessa apenas ha comenzado…