LORENZO ENTRE REJAS: ¡LA VENGANZA DE CURRO ESTALLA ANTE TODOS! – AVANCES DE LA PROMESA
Un silencio denso cubre los muros de La Promesa hasta que, a lo lejos, un trueno rompe la calma. El repiqueteo de cascos sobre el empedrado húmedo anuncia la llegada de una misteriosa carreta, mientras nubes oscuras se ciernen amenazantes sobre las torres del palacio. Los guardianes se miran inquietos; un nombre resuena entre los arcos como un eco helado: Cruz. Sin embargo, no es exactamente la Cruz que todos recuerdan. Tras un velo que oculta su rostro y con una mirada cargada de secretos, regresa envuelta en un torbellino de sospechas y temores.
Lorenzo, al enterarse, cierra el puño con tanta fuerza que casi se hiere. Los murmullos de venganza se mezclan con el temor de lo que está por suceder. Cruz ha vuelto con un objetivo claro: ajustar cuentas a su manera. Y tras un simple cuadro, se esconde una verdad capaz de destrozar a cualquiera que la conozca. Junto a ese cuadro, hay una caja enigmática, un nombre pronunciado con fría determinación y un plan que se ejecuta en silencio bajo las narices de todos. La incógnita es inevitable: ¿qué guarda realmente esa pintura? ¿Por qué el sargento Burdina ha sido convocado de forma tan urgente?
Las preguntas se multiplican. ¿Es esto justicia o venganza? Lo único cierto es que nada volverá a ser como antes. En la entrada principal, Alonso espera apoyado en su bastón, sin saber si recibirá a Cruz con afecto o reproche. Ella desciende de la carreta vestida de riguroso negro, imponente como una gran marquesa, pero con el peso del dolor en cada paso. Al poner pie en el patio, su mirada recorre la fachada con una mezcla de nostalgia y orgullo herido: aquel palacio fue suyo, pero ahora lo contempla con frialdad calculada.
El intercambio de miradas entre Alonso y Cruz es tenso, cargado de recuerdos, hasta que las puertas internas se abren y aparece Manuel. Su rostro, marcado por noches de duelo y rabia, revela todo el daño sufrido. Cruz, por un instante, abandona su compostura y le dedica una sonrisa temblorosa, extendiendo la mano en un gesto casi maternal. “Hijo mío…”, pronuncia con voz quebrada. Pero Manuel, inmóvil, responde con dureza: “No me llames así”. La tensión se espesa. Cruz intenta justificarse, jura que no hizo lo que dicen, que jamás habría tenido ese valor. Pero basta mencionar el nombre de Ana para que Manuel cierre los ojos como si recibiera una puñalada. Cuando vuelve a abrirlos, las lágrimas brillan, aunque la furia sigue intacta: “Demuestra que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo”.
Las palabras caen como losas sobre Cruz, que siente cómo se le rompe el corazón. Manuel da media vuelta y se marcha sin mirar atrás, dejando a su madre clavada en el sitio, ahogando un susurro que el viento se lleva.
A partir de ese momento, la presencia de Cruz en el palacio es como una chispa en un pajar. Todo se incendia con facilidad. Las miradas se dividen entre respeto, recelo y hostilidad. Pero hay alguien que no disimula su desprecio: Leocadia. Desde la vuelta de Cruz, Leocadia percibe que su autoridad peligra y no piensa ceder un solo milímetro. Para ella, Cruz debería seguir encerrada para siempre.
El primer enfrentamiento entre ambas en la sala principal es casi insoportable. Cruz ordena que el misterioso cuadro sea colocado en un lugar visible para todos, mientras Leocadia entra impecablemente vestida, colgando retratos con una seguridad provocadora. “No necesito que me recuerden que soy la dueña”, dice con frialdad. “Lo soy, siempre lo he sido, y nada de lo que hagas cambiará eso”. Cruz levanta la vista y la clava con un gesto helado. “¿Qué insinúas?”.
Leocadia se acerca, los tacones resonando en el mármol, y susurra: “El tiempo que pasaste encerrada me sirvió para ganarme la confianza de muchos, incluido el marqués. Muy pronto todo lo que fue tuyo será mío”. Cruz apenas sonríe, con un filo peligroso en la mirada. “¿Y exactamente qué planeas hacer?”. La respuesta de Leocadia es venenosa: “Alonso no estará solo jamás… y no tendrás manera de impedirlo. El título de marquesa será mío”.
La tensión estalla. Cruz, ardiendo por dentro, responde: “No eres más que una invitada molesta. Ni tus chantajes ni tus secretos te servirán para arrebatarme lo que es mío”. El intercambio es brutal, un duelo verbal que deja claro que esta guerra será larga y despiadada.
Las pullas continúan en cada comida, donde cada plato que ordena Cruz recibe críticas mordaces de Leocadia. Por la noche, esta última convoca en secreto a criados y aliados, tejiendo intrigas en los pasillos oscuros. Los rumores crecen, los pasos furtivos se multiplican y la tensión impregna hasta los tapices.
En un momento de furia, Cruz lanza un desafío: “¿Crees que tienes poder aquí? Yo tengo más”. La respuesta de Leocadia es otra estocada verbal, recordándole que Manuel no la quiere ni ver. Esa herida late más fuerte que cualquier amenaza. Pero Cruz, aun herida, mantiene la frente en alto: “Siempre volveré. Y cuando lo haga, te destruiré”.
Las paredes parecen escuchar, los sirvientes se miran con miedo anticipando la tormenta. La rivalidad se convierte en una guerra fría que avanza hacia un enfrentamiento inevitable. Mientras tanto, Cruz, a pesar del rechazo de Manuel, no renuncia a la esperanza de recuperarlo.
Pero el regreso de Cruz no es el único frente abierto: Lorenzo, tras las rejas, se convierte en una pieza clave en el tablero de venganza que Curro ha comenzado a mover. Los rumores de que Curro planea una represalia pública se esparcen rápidamente. Algunos lo ven como un acto de justicia, otros como una peligrosa declaración de guerra que puede poner en riesgo a todos. Y entre esos muros, cargados de secretos, la línea entre justicia y venganza se vuelve cada vez más difusa.
En La Promesa, nada es lo que parece, y cada movimiento es una jugada calculada. El cuadro, la caja, los susurros, las alianzas ocultas… todo apunta a que una explosión está por llegar. Y cuando ocurra, no habrá escondite seguro para nadie.