Todo comienza cuando Cruz, tras semanas en prisión por el supuesto atentado contra Jana (antes conocida como Ana), es liberada inesperadamente.
Un sobre anónimo llega a manos del sargento Burdina, justo cuando está a punto de cerrar el informe definitivo del caso. El contenido no es una prueba concreta, pero sí una acusación seria: Cruz fue utilizada como chivo expiatorio, y las pruebas clave fueron manipuladas por alguien dentro de La Promesa con motivos personales.

Burdina, aunque escéptico, se ve obligado a suspender temporalmente la detención de la marquesa por irregularidades judiciales. El mismo hombre que durante años defendió el orden y las reglas, ahora reconoce que la justicia puede ser más oscura de lo que pensaba. Así, una tarde, la celda de Cruz se abre. Sale vestida de negro, el rostro altivo, los ojos no de gratitud… sino de venganza.

Y al final del pasillo, la espera Curro.
—No vengo a pedirte disculpas, le dice.
—Entonces dime por qué estoy libre.
—Por la verdad. No por tu apellido.

Pero el verdadero impacto llega horas después, cuando las puertas del palacio se abren…
¡Cruz regresa!
Los sirvientes paralizados. Catalina abraza instintivamente a los gemelos. Petra suelta la bandeja. Manuel, al verla, corre con incredulidad.
—¡No puede ser…! —susurra.

La marquesa desciende de la carroza como una reina caída que vuelve a reclamar su trono. Su mirada helada atraviesa a cada uno.
—He vuelto para quedarme… y para hacer justicia, dice.
Desde la ventana superior, Leocadia observa en pánico.
—Está viva. Y es más peligrosa que nunca, musita Lorenzo.

Pero el reencuentro más doloroso es con su hijo.
—No debiste volver, le escupe Manuel.
—Esta sigue siendo mi casa, responde Cruz.
—Has perdido mucho más que este palacio. Has perdido a tu hijo del mismo modo en que tú me arrebataste el mío… Te odio.

Cruz se queda de pie, paralizada, con los brazos extendidos, vacíos, como esperando abrazar a alguien que ya no volverá.

Al poco tiempo, Catalina se acerca:
—Llorar no bastará esta vez.
—No quiero perdón, responde Cruz. Quiero justicia. Para mí, para Jana, para Manuel.

Pero lo que nadie esperaba ocurre en el gran salón. Rómulo entra. Se pone firme. Mira a todos… y rompe su propio silencio.
—¡Jana está viva!
Un murmullo atraviesa el aire como un rayo.
—Y ha estado escondida… por mí.

Entonces, como salida de un suspiro del pasado, Jana aparece, viva, caminando entre el asombro general.
Manuel queda en shock. Los sirvientes se persignan. Y Cruz, por primera vez en mucho tiempo… se rompe.

Jana trae consigo un secreto demoledor, una verdad que podría destruir a los verdaderos culpables y salvar a quienes han sido injustamente castigados. Pero su presencia también abre heridas antiguas, y desata una tormenta que no todos podrán resistir.

Manuel, en su habitación, se enfrenta a su madre una última vez:
—¿Por qué debería creerte ahora, madre? Después de todo lo que hiciste…
—Porque esta vez, no quiero que me creas. Quiero que me ayudes a descubrir la verdad.

En el silencio, algo en su mirada se rompe. No es perdón. No es aceptación. Pero es un comienzo.
Un puente débil, frágil… pero que podría salvarlos a ambos del abismo.

Y mientras en los pasillos de La Promesa los susurros crecen, y Leocadia y Lorenzo planean su próxima jugada, Cruz pronuncia una frase que lo cambia todo:

—Ahora empieza la verdadera guerra. Y no me detendré hasta que todos paguen.