En el corazón de La Promesa, donde cada sombra guarda un secreto y cada silencio esconde una intriga, Curro ha dado un paso audaz, una confesión que amenaza con desatar un torbellino de consecuencias incalculables. El hangar, impregnado del aroma rancio de aceite y madera vieja, fue testigo de un momento de frágil quietud, un preludio a la tormenta que se avecinaba.
Curro de la Mata, o el hombre que el mundo conocía con ese nombre, sentía el pulso de su corazón retumbar como un tambor de guerra. Frente a él, Esmeralda Job, la gerente de la joyería, mantenía una compostura profesional, una fortaleza que estaba a punto de ser asediada. La excusa de discutir la seguridad de una esmeralda era tan frágil como el cristal más fino, pero el verdadero propósito de aquel encuentro clandestino estaba a punto de explotar en el aire viciado del hangar. Curro la había observado, analizando cada microexpresión, cada parpadeo. Esmeralda era inteligente, perspicaz; engañarla con medias verdades sería un insulto a su intelecto y, peor aún, un riesgo incalculable. Había sopesado sus opciones mil veces en la vigilia de la noche anterior, cada escenario peor que el anterior. Mentirle la mantendría a distancia, una distancia inútil, pues necesitaba su cercanía, su conocimiento, su acceso. Decir la verdad era como saltar a un abismo sin saber si abajo había agua o rocas afiladas. Pero en los ojos de Esmeralda, a pesar de su cautela, Curro vio un destello de algo más, una curiosidad que trascendía lo meramente profesional. Era su única oportunidad.
“Señorita Job, Esmeralda,” comenzó Curro, su voz apenas un susurro ronco. “Lo que voy a decirle ahora cambiará por completo la naturaleza de nuestra relación. Y necesito, le ruego, que me escuche hasta el final antes de juzgar, antes de actuar.” Esmeralda arqueó una ceja, su postura tensa, los brazos cruzados en un gesto de autoprotección. “Señorito de la Mata, me está asustando. Creí que hablaríamos de la tasación final de la joya y de las medidas para evitar otro intento de robo.” “Hablaremos de eso, sí,” afirmó Curro, dando un paso cauteloso hacia ella. “Pero para entender por qué esa esmeralda es tan importante y por qué el veneno que casi me mata está conectado a ella, usted necesita saber con quién está hablando en realidad.” El silencio que siguió fue denso, pesado. Esmeralda lo miró, sus ojos grises, agudos como los de un ave de presa, escudriñando su rostro. “Creo que sé perfectamente con quién estoy hablando,” dijo con lentitud. “Con don Curro de la Mata, sobrino de los marqueses de Luján.” Curro negó con la cabeza, una sonrisa amarga y triste curvando sus labios. El peso de las mentiras que había cargado durante años se sentía como una carga física sobre sus hombros. “Ese es el nombre que me dieron, es el papel que he interpretado, pero no es quién soy.” Hizo una pausa, tragando saliva, reuniendo el coraje que había visto en Jana, el coraje que su verdadera madre debió de tener. “Mi verdadero nombre es Marcos Luján. Soy el hijo de Dolores, la doncella que fue asesinada en esta finca hace más de 15 años. Soy el hermano de Jana, la doncella que ahora mismo sirve en este palacio.”
El impacto de las palabras fue visible y devastador. La máscara de profesionalidad de Esmeralda se hizo añicos. Sus brazos cayeron a los costados, su boca se entreabrió en una exclamación silenciosa. El color huyó de su rostro, dejándola con la palidez de la cera. Parpadeó una, dos, tres veces, como si intentara que la imagen de Curro volviera a enfocarse en la del joven aristócrata que conocía, pero la confesión había alterado la realidad de forma irreversible. “Eso, eso es imposible,” balbuceó, su voz temblorosa por primera vez desde que se conocieron. “Es una locura. ¿El hijo de una doncella? ¿Hermano de Jana? Sí, la misma que la atendió cuando vino la primera vez. La que le curó la herida. No es una coincidencia. Nada en esta casa lo es.” Curro vio el torbellino de emociones en los ojos de ella: incredulidad, miedo, una chispa de fascinación. Sabía que había cruzado el Rubicón. Ahora no había marcha atrás. Tenía que anclarla a su causa, convertir su estupor en complicidad. “El veneno que me administraron, la belladona, no era para mí, no para Curro de la Mata,” continuó, su voz ganando fuerza, imbuida de la urgencia de su verdad. “Era para el hijo de Dolores, el niño que fue secuestrado el día que la mataron. Alguien en esta casa sabe quién soy. Alguien intentó silenciarme para siempre antes de que pudiera descubrir la verdad. Y esa misma persona o alguien relacionado con ella es quien orquestó la compra de esa esmeralda a través de usted.”
Esmeralda dio un paso atrás, tropezando con una vieja caja de herramientas. Se apoyó en un ala del aeroplano de Manuel, su respiración agitada. “¿Pero por qué? ¿Qué tiene que ver una joya con un asesinato de hace años? No tiene ningún sentido.” “Aún no lo sabemos,” admitió Curro, acercándose de nuevo, esta vez con las manos extendidas en un gesto de súplica. “Pero no puede ser casualidad. La misma persona que intentó matarme es la que se empeña en traer esa joya específica a La Promesa, utilizando su joyería como intermediaria. Necesito saber quién es. Necesito que usted me ayude. Usted es la única conexión que tenemos con el mundo exterior, la única que puede rastrear el origen del dinero. La identidad del comprador anónimo que se esconde tras esa petición.”
“¿Ayudarle?”, repitió ella, la voz teñida de pánico. “¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo? Me está involucrando en un asunto de asesinato. Esa gente es poderosa, peligrosa. Intentaron matarlo a usted. ¿Un miembro de la familia? ¿Qué cree que me harían a mí? ¿Una simple joyera?” “No es una simple joyera, Esmeralda,” dijo Curro, su mirada intensa clavada en la de ella. “Es una mujer valiente e inteligente que se ha visto atrapada en medio de esto sin quererlo. Pero ahora que sabe la verdad, ignorarla no la hará más segura. Al contrario, si ellos sospechan que usted sabe algo o que simplemente es un cabo suelto…” dejó la amenaza suspendida en el aire, una nube ominosa que ambos podían sentir. El hangar, que antes era un refugio, ahora se sentía como una trampa. Cada sombra parecía esconder un espía. Cada crujido de la madera era un paso de un asesino. Esmeralda se pasó una mano por la frente, su mente corriendo a una velocidad vertiginosa. El misterioso comprador, la insistencia en esa esmeralda concreta, el ataque a Curro. Las piezas, antes inconexas y extrañas, comenzaban a encajar en un puzzle monstruoso. Ya no era un encargo peculiar; era el epicentro de una conspiración mortal.
“¿Quién más sabe esto?”, preguntó ella, su tono cambiando del pánico a una fría necesidad de información. “Mi hermana Jana, el doctor Abel, que me salvó la vida, y Manuel, mi primo —el que creía mi primo— que nos ayuda en lo que puede. Somos pocos y estamos desesperados.” El uso de la palabra “hermana” con tal naturalidad, la mención de su verdadero nombre, todo ello golpeaba a Esmeralda con la fuerza de la verdad. La vulnerabilidad en los ojos de Curro no era la de un señorito caprichoso; era la de un hombre que luchaba por su vida y por la memoria de su madre. La curiosidad que la había impulsado a quedarse cerca de La Promesa se transformó en algo más profundo: una mezcla de terror y un innegable sentido de la intriga, casi de responsabilidad. Se había convertido, sin buscarlo, en una pieza clave en el tablero.
“No puedo prometerle nada,” dijo finalmente, su voz aún débil, pero con un nuevo matiz de determinación. “Necesito pensar, necesito procesar todo esto. Es demasiado.” “Tómese el tiempo que necesite,” respondió Curro, sintiendo una minúscula ola de alivio. “Pero no se aleje, no vuelva a Madrid todavía. Quédese cerca. Su presencia aquí es nuestra mejor baza. Si el comprador la ve cerca de la familia, quizás cometa un error. Quizás intente contactarla de nuevo.” Esmeralda asintió lentamente, sus ojos grises fijos en la distancia, como si pudiera ver los hilos invisibles que ahora la ataban a aquel palacio de secretos. El descuido de Curro, su confesión desesperada, no solo había puesto su propia vida en un peligro aún mayor, sino que había arrastrado a una extraña a las profundidades de su oscura búsqueda. Y ahora ninguno de los dos podía retroceder.
Mientras la verdad explotaba en el hangar, en los jardines del palacio, el frío se aferraba a los huesos de Ángela con una tenacidad cruel. Sentada en un banco de piedra helada, oculta tras una enredadera de hiedra marchita, la joven temblaba de forma incontrolable. Un catarro virulento se había apoderado de ella, transformando su desafío en una tortura física. Cada bocanada de aire húmedo era como una acuchillada en sus pulmones y una fiebre insidiosa le hacía ver el mundo a través de un velo brumoso y distorsionado. Se negaba a ceder. Volver a Zúrich era una sentencia de muerte para su espíritu, un exilio gélido e impersonal, lejos de todo lo que amaba, lejos de la única persona cuyo afecto anhelaba por encima de todo, su madre. Pero Leocadia, con su corazón de granito, veía en la obstinación de su hija no un grito de amor, sino un acto de insubordinación intolerable. La orden era clara: Ángela debía regresar a Suiza a la vida estructurada y sin emociones que su madre había diseñado para ella. El desafío de Ángela era una guerra de desgaste y ella estaba perdiendo. Su cuerpo, debilitado por días de mala alimentación y noches a la intemperie, estaba llegando a su límite.
Fue entonces cuando oyó un susurro, un llamado que atravesó la niebla de su fiebre. “¡Ángela! ¿Estás aquí?” Martina apareció entre los arbustos, su rostro una máscara de angustia. La seguía de cerca Curro, quien, recién salido de su cataclísmico encuentro con Esmeralda, llevaba la tensión grabada en cada línea de su semblante. Ver a Ángela en aquel estado le provocó una punzada de dolor y rabia. Estaba pálida, sus labios tenían un tinte azulado y sus ojos, normalmente brillantes y llenos de vida, estaban hundidos y vidriosos. “Martina… Curro,” murmuró Ángela, intentando esbozar una sonrisa que se convirtió en una mueca de dolor, seguida de un ataque de tos que la dobló en dos. Martina se arrodilló a su lado, ignorando la humedad del suelo. Le puso una mano en la frente. “¡Dios mío, estás ardiendo!”, exclamó su voz temblando de pánico. “Ángela, esto ha ido demasiado lejos. Tienes que entrar. Tienes que meterte en una cama caliente. Vas a contraer una pulmonía.” “No, no puedo,” respondió Ángela con un hilo de voz, aferrándose al brazo de su prima como si fuera un ancla. “Si entro, ella me enviará de vuelta. Prefiero… prefiero morir aquí, en mi hogar, que vivir en esa jaula dorada.” Curro, observando la escena, sintió una oleada de impotencia. Desenrolló una manta de lana que había traído y la envolvió alrededor de los hombros temblorosos de Ángela, buscando brindarle el calor que Leocadia le negaba.